Crónica del primer ataque de pánico

Jorge V. Macías
4 min readFeb 24, 2021

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Era miércoles, me acuerdo (o quizá ya no recuerdo). Un día antes había ido con un doctor de farmacia y el diagnóstico, muy hecho a la ligera, fue que tenía la presión baja y primero se tenía que estabilizar para determinar qué era lo que estaba pasando conmigo. Tomé tres dosis: esa tarde, en la noche y la mañana del miércoles.

Desde que desperté me sentí raro, mareado; algo que de unos meses para ese día ya era común, pero me sorprendió un síntoma que hasta ese momento no había percibido. Esa mañana me sentía como si mi alma no estuviera dentro de mi cuerpo.

Get finished Flowering (1870) por Gabriel Cornelius Ritter von Max

Seguí la que para ese entonces ya era mi rutina de adulto independiente. Salí de mi departamento listo para otro día en la caótica Ciudad de México. Subí al Metrobús, y al llegar al edificio donde trabajaba, decidí comprar un café, porque se supone que tenía la presión baja y me daba miedo desmayarme.

Entré a la oficina, me senté, prendí la computadora y la sensación llegó de golpe: me estaba muriendo. Me comenzó a faltar el aire, palidecí, sentí las extremidades frías y como pude alcé la mano para hacerle una seña al que en aquél entonces era mi jefe. Recuerdo ver el rostro de mis compañeros, era de espanto; estaban genuinamente preocupados por cómo me veía.

Expliqué que me sentía mal y que un día antes me habían dicho que probablemente era la presión. Me ayudaron a bajar. Me subieron a una camioneta. Mentí diciendo que ya comenzaba a sentirme mejor porque me daba vergüenza que me llevaran al hospital. En el fondo sabía lo que era.

Me dejaron en mi departamento y esperé a que mi madre pudiera pasar por mí. Durante todo ese tiempo me costaba respirar, pero ya no sentía que se me iba el alma del cuerpo. Algo inexplicable me presionaba entre las cejas y no dejaba de pensar en que el aire entraba a mis pulmones pero no los llenaba con oxígeno. Comencé a desesperarme y a ratos tiraba de mi cabello soltando gritos que ahogaba con un cojín del sillón de la sala.

Cuando vi a mi madre a la cara, que venía acompañada de una de mis tías, sentí mucha vergüenza. Le expliqué lo que había pasado y lo primero que me dijo fue: “no tienes nada”. Venía molesta porque durante esos 15 minutos que tardó en llegar a mi departamento (una eternidad, para mí), yo le marqué 5 veces aproximadamente para decirle que por favor se diera prisa porque algo me estaba pasando, y yo no sabía qué era pero me estaba muriendo.

Llegamos a la Cruz Roja. Expliqué cómo me sentía y respondí las docenas de preguntas de rutina. Me hicieron un examen de los nervios craneales. Checaron los análisis de sangre y orina que me había hecho ansiosamente un mes atrás, cuando comencé a sentirme “raro”. Todo estaba en orden. Tenía un estado de salud excelente. ¿Cómo era posible?, pensaba.

¿Por qué el doctor me decía que estaba bien, si yo sentía que me estaba muriendo? O más bien: yo sentía que ya me había muerto, muchas veces.

El doctor me dijo que estaba ansioso, me recetó un ansiolítico y llamó a la psicóloga de la clínica para que platicara conmigo. Cuando ésta llegó se presentó con ese tacto que tienen todos (o la mayoría) de profesionales de la salud mental, y posteriormente me hizo la pregunta mágica: “¿Cómo te has sentido?”. “Mal”, le dije, y me solté a llorar todo lo que no había llorado en meses, años o tal vez una década.

Lloré porque el independizarme fue difícil, porque extrañaba mi ciudad, mi casa y mi familia; porque la escuela, el trabajo y mis ambiciones estaban asfixiándome; lloré porque hacía unas semanas mi hermano acababa de salir del hospital, donde casi pierde la vida. Y lloré porque me di cuenta que la ansiedad había estado presente en casi toda mi vida, reprimida, y no fue hasta ese momento, hasta que se convirtió en un trastorno, que supe lo que era eso que me había estado pasando.

Aquel miércoles tuve mi primer ataque de pánico, después comenzaron a pasar prácticamente diario. Algo simplemente se quebró en mí. En ese momento comenzó mi lucha, mi viaje, mi calvario, mi bendición, mi loquesea con el TAG (Trastorno de Ansiedad Generalizada), porque lo he visto desde perspectivas tan diversas que un año y medio después todavía no sé cómo describir esta experiencia.

De lo que estoy seguro, es de que la ansiedad llegó a mi vida para demostrarme que necesitaba hacer un cambio radical en la forma que vivía y pensaba, y aunque ha sido un proceso largo, hoy puedo decir que “padecerla” me ha cambiado para bien. Me ha ayudado a quererme, mejorar mi salud mental, física y mis hábitos en general. Ha cambiado mi perspectiva sobre la vida y nuestra existencia en esta cosa tan abstracta que llamamos realidad.

Comparto este breve fragmento no para crear compasión, sino empatía. Para que sirva como recordatorio de que el amor propio y la salud mental son la (verdadera) base de una vida plena. Lo hago porque tal vez estás pasando por esto, o conoces a alguien y no sabes qué decir o cómo ayudarlx; desde mi experiencia es imposible comprender la ansiedad si no la has vivido, pero basta con usar las palabras de apoyo adecuadas o guardar silencio cuando es pertinente.

Lo comparto también porque, después de tanta terapia, ejercicios de respiración, yoga, meditación, gotas de CBD y medicamentos, no me cabe la menor duda que lo mejor para mí, es vomitarle al mundo todo eso que me carcome el interior.

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Jorge V. Macías

Escribo o vomito. Soy todas las historias que nunca tendré el tiempo de contar.